domingo, 30 de noviembre de 2008

época de estudios

Zaragoza siempre me había parecido más disfrutable en invierno, aunque yo siempre sería de mar, de mediterráneo y por tanto de calor, de verano. En invierno Zaragoza estaba muy bien; muchas veces me iba fuera de la ciudad solamente por ver los prados verdes, sembrados y soñaba que era mi mar; otras veces no eran los prados, eran las aguas del Ebro.

Las clases eran en la calle san Jorge 12 frente a las ruinas del teatro romano. Un Edificio de la década del 30, muchas molduras alrededor de cada ventana y verjas de hierro forjado, en un segundo piso y sin ascensor. Al lado estaba la panadería, los mejores postres, bollos y sobre todo olores. Era cálculo infinitesimal, variables, el profesor no estaba mal, sabía explicarse; No se por qué sentía que esa clase iba a ser especial.
Se debía aprobar con un mínimo de 21 como sumatoria de tres notas sobre 10. Dos horas de clases diarias en las que todos los suspendidos nos juntábamos al amparo de la resignación de ir con un curso a cuestas. Todos los elementos daban para sentir una cierta marginalidad. Siempre he creído que las personas se unen al rededor de cosas comunes, pero cuando estas son muy sentidas, la camaradería es profunda. No intimaba con nadie, sin embargo se que todos, incluso sin hablarnos, nos sentíamos cómplices. Sabía el esfuerzo que hacían mis padres para que yo estudiara allí, y me parecía un sacrilegio perder el tiempo en cosas que no eran los estudios.

Aquel día de la última evaluación quise sentirla diferente. Había estudiado casi toda la noche anterior, tome mi desayuno , y salí de casa. Usualmete me bajaba del autobús en la parada de la calle Coso, pero aquel día, estando con tiempo de sobra, quise caminar. Me bajé frente a la torre de la Zuda, caminé por la acera de la Muralla romana, con el asombro de un turista recién llegado crucé el Mercado por su interior, dejando que mis ojos captaran cada toma llena de colores y al salir, me dejé internar por las estrechas callejuelas, pensando, imaginando, suponiendo otras épocas.

-¡Sobre sus mesas solo un lápiz, goma y calculadora!, dijo enfático, el profesor.
-¡No quiero que pasen de las 3 horas, el examen está hecho para resolverlo en una!
En ese momento sentí la necesidad de frotar mis manos. No se si este gesto era el del lobo ante la presa o simplemente un reflejo del frío, pero se que lo hice sin intenciones de presumir de mi seguridad ante la materia. Tan pronto como tuve las hojas en mi mesa, empecé a escribir. Me tomó exactamente una hora y veinte minutos, incluyendo una revisión de esas tonterías que uno siempre desprecia: comas, unidades y demás. Al terminar, miré fijamente al profesor mientras hacía un ligero gesto de levantarme de mi silla. Él acudió a mi llamado y estiró la mano, yo le sonreí ligeramente y le entregué las hojas a la vez que me levantaba. Erguido mientras daba unos pasos hacia delante dijo:
-¿alguien más?.
De esa manera logró romper la concentración de la mayoría y permitió que se enterasen que a partir de entonces sería forzado tardar. Recogí mis cosas y estaba decidido a salir cuando sentí su mirada encima mío, me giré y con un gesto casi imperceptible me pidió acercarme. En su mesa, me pidió un bolígrafo y con su punta señalando el recorrido, iba leyendo mientras murmuraba algunas palabras. Al terminar cada ejercicio, con un rasgo enfático y de proporción exagerada rayaba una uve, aprobándolo. No tardó más de un minuto, pero yo discretamente parado a sus espaldas, sentí ese tiempo como eterno. Intentaba no mirar al papel, recorrí con mis ojos todo el entorno del silencioso paisaje: los compañeros más próximos, los agujeros de la escayola en el techo, la persiana rota de la ventana, las lámparas de pantalla amarillenta, la puerta astillada y sin cerradura, la pizarra verde grisácea del polvo de tiza. Es que lo recorrí todo, todo, pero antes de terminar, cuando tenía la mirada hacia arriba, escuche un suspiro profundo, se incorporó y me felicitó, estiró la mano y la estrechamos. Solo entonces caí en cuenta que nunca lo había tocado. Su mano era grande y de piel gruesa, parecía más bien la de un obrero y no la de un profesor de matemáticas.
Al cruzar la puerta de la calle sentí una sensación extraña, era como despertar de un largo sueño y sentir de pronto la realidad, pero esta era la mía, mi realidad. Me dejé atropellar por el viento invernal en mi cara desprotegida, caminaba dando profundas inhaladas de aire, sintiendo mas grande mi pecho, quería gritar,quería correr, pero no sabia qué ni hacia donde. De pronto sentí como una película de eventos pasaba por mi mente, desde los esfuerzos y sacrificios de mis padres que me habían llevado hasta allí, hasta la consciencia de que todo había sido únicamente una batalla vencida.

clarobscuros

Siempre disfrute más de las imágenes a contra luz, es incómodo el sol en la
cara, pero sé que si a mi me cuesta ver, a ellas les cuesta verme, finalmente se
que estoy equivocada, si yo tengo el sol en mi cara, los demás la ven iluminada.
No me importa, se que es una más de mis desvergüenzas y alevosías, tal vez y la
menor.
Vaqueros estrechos, la mujer rubia empuja su carrito de bebé intentando poner
sobre su rostro una expresión de ternura maternal, pero en el fondo sabe que sus
caderas son lo mas figurativo de su paisaje. Sé que siente mi mirada lasciva y
con el rabillo del ojo me mira, Sé que no estoy bien. Sé que no es normal que
mire de esta forma a las mujeres y sé que el verano lo pone peor.
Por un momento voy al interior de la cafetería, allí hay una más; minifalda
roja, su ligera blusa de seda deja que se le marquen sus pechos. Miro hacia el
suelo fingiendo ignorarla, tacones rojos, tobillos huesudos y morenos, un tatuaje
en chino y unas piernas esculturales, sé que lo que más me gusta es el contraste
de la tinta negro azulada del tatuaje con el color de su piel, finge no darse
cuenta, pero en el fondo agradece mis miradas, tomo una servilleta y regreso a mi
silla en la terraza. Pedro llega, se inclina tiernamente hacia mi y me da un
beso, se sienta con extremada tranquilidad.
- Los chicos están el el coche, cariño. ?nos vamos¿
yo le sonrío y solamente asiento con la cabeza, le compadezco y sé que no soy
justa con él. El extremado cuidado con la ropa, mi vanidad e incluso las
sospechas de infidelidad, sé que le han dado mucho que pensar, sin embargo me
quiere y me desea. Muchas veces he pesado que es su parte femenina la que más
necesita mi parte masculina, lo mío empieza a ser patológico y muy difícil de
pararlo, especialmente cuando me enfado y además de la furia viene a mi todo ese
rencor que sentía cuando mi padre me pegaba. Lo que mas me cuesta es fingir ante
los niños, especialmente cuando me han visto dar a su padre mas de un cachete.
pero mi mayor dolor es encerrar dentro de "Débora", a una mujer machista.

fragilidad

Ring, ring, ring,…sonaba el despertador. Como cada mañana las seis y treinta marcaban el final del abrigado abrazo de las mantas. Primero un ligero movimiento del brazo estirándose, como en cámara lenta, a ciegas, empieza la torpe búsqueda del botoncillo para silenciar el escándalo. Una vez en silencio, el meticuloso reconocimiento:
¿Dónde estoy? , ¿Cómo terminó el día ayer?, ¿a qué hora me acosté?, la memoria corre ágilmente, se resuelven los acertijos y en seguida a levantar. Primero siempre el pie derecho, vestía un pijama celeste, liso, de cuello y solapa blancos.
El baño, mientras descarga el ansiado “pis” se mira al espejo, se reconoce en el, y todo cobra consciencia, su yo, su vida, sus legañas.
Se deja llevar por el hambre a la cocina, atraviesa el largo pasillo con pasos lentos, enciende la luz. El interruptor está a la derecha y lo hace casi sin mirar.
Abre la puerta de la nevera con su mano derecha y sin soltarla extiende la otra lentamente hasta el interior, toma un huevo delicadamente y se gira mientras cierra la puerta. Deja lentamente el huevo en medio de la encimera.
Da un paso, se detiene y casi sin moverse más bien forzando los ojos observa sigilosamente al huevo. Se ha movido.
Confiado, da un segundo paso, repite la operación, ya casi por encima del hombro mira al huevo y confirma que efectivamente se está moviendo.
Por su mente de forma instantánea una ráfaga de pensamientos: el huevo, su peso, la encimera imperceptiblemente inclinada; cuando la reflexión termina, el huevo está ya al borde.
Despliega atléticamente su cuerpo, estira el brazo al máximo y lo toma en el aire, con apremio, con fe, con seguridad; con tanta, tanta seguridad que lo aplasta al cerrar la mano.
Mientras mira atento como el líquido trasparente amarillento se deslizan entre sus dedos y cae al suelo, piensa en el azahar y la casualidad, en la vida, la fragilidad, su fragilidad, en el día que le espera.